Instantáneas de California: viendo 'Mary Poppins' en el barrio más gay de San Francisco (con performance incluida)

Instantáneas de California: viendo 'Mary Poppins' en el barrio más gay de San Francisco (con performance incluida)
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En el distrito Castro todo es gay, desde las banderas hasta las pizzas. La plaza en la que se homenajea a Harvey Milk está aquí, por supuesto. Al parecer, la Armada de Estados Unidos envió aquí a miles de hombres homosexuales en servicio durante la Segunda Guerra Mundial tras ser descartados por su condición sexual. Muchos se establecieron en Castro y fue así cuando empezó la influencia de la comunidad homosexual en este lugar.

Ese día teníamos entradas para una sesión cinematográfica muy especial en el espectacular Castro Teather, en conmemoración a su 90 aniversario. El Castro Teather fue construido en 1922, lo que llevó a llamar al barrio El Castro, antes conocido como Eureka Valley. La película que se emitía era Mary Poppins.

Sí, pudiera parecer un plan aburrido: después de todo, Mary Poppins ya nos la sabemos de memoria. Pero en Castro Teather no se limitan a proyectar el filme: la gente canta las canciones de la película (leyendo unos subtítulos introducidos para tal efecto), muchos llegan disfrazados de sus personajes favoritos de la película en cuestión, y en la entrada te entregan una bolsa tipo cotillón con elementos que se refieren a la película de marras y que deben usarse en los momentos pautados previamente a fin de que el visionado se convierta en un acontecimiento inolvidable. Y así fue.

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Eso también responde a la pregunta que seguro que os formulasteis al principio de esta entrada: habiendo tanto por descubrir en el gigante, vibrante y multicultural San Francisco, ¿para qué encerrarse dos horas y pico en los confines oscuros de un cine?

Para los más despistados, la respuesta es: porque fue una excelente forma de radiografiar a la gente que allí comparecía, porque el turismo, a diferencia de las experiencias cotidianas, apenas deja poso ni te dice demasiado sobre el lugar que estás visitando. Porque resulta fascinante que, por un rato, puedas mimetizarte con el entorno, ya sea comprando en el supermercado, yendo a correr por el parque o entrando en un cine. Sin que nadie sospeche que eres un turista.

Lo primero que notas cuando te disfrazas de americano, o de californiano, es la ingenua y entrañable entrega de parque temático con la que acometen toda clase de actos sociales. La gente te aborda con naturalidad aunque no te conozca de nada con la intención de entablar conversación. Y lo hace con naturalidad, sin dobleces. En Barcelona, donde yo resido, un desconocido que te habla probablemente pretende robarte la cartera o conseguir cualquier cosa de ti. Aquí, no. Aquí sencillamente se pretende disfrutar de la conversación. ¿De dónde eres? ¿Estás perdido? ¿Puedo ayudarte? ¡Qué mochila más cool! (sí, resulta que llevaba una mochila que causó sensación, porque estaba provista de una placa solar que recargaba mis cachivaches electrónicos).

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La gente también introduce sonrisas e inflexiones en la voz un tanto cantarinas o melifluas, como si realmente todos vivieran en una película de Mary Poppins. Y se disfrazan, para todo, tanto si es una película de Mary Poppins como el cumpleaños de fulanito. Lo hacen todos, en comunión. Como la gente que estaba allí en el cine con nosotros: había familias, freaks, ancianos, niños. Sin distinción. Todos como una gran familia, sin armar alboroto, dejándose inundar de los códigos ingenuos del evento. Creyéndoselo.

Y raro será que alguien contemple el panorama con una sonrisa sardónica, o que ejecute cualquier acto con esa distancia irónica de los que se creen superiores moral o intelectualmente. Es una sensación que, de momento, solo he experimentado en América (y quizá un poco en el sur de Alemania). Y, si bien en ocasiones me río con esa distancia irónica (¡qué motivada es esta gente!), al final acabo jugando al juego. Y me gusta.

Pero volvamos a Mary Poppins. El cine, de hechuras catedralicias y arquitectura clásica, estaba totalmente lleno. Un aforo completo de unas 1.000 butacas. Primero se celebró un pequeño concierto de música sureña y jazz ejecutada por unos ancianos entrañables, como llegados del pasado en el Delorean de Marty McFly.

A continuación llegó el concurso de disfraces: había, sobre todo, varias Mary Poppins, pero también otros personajes del reparto. Mi favorito fue el de una adolescente de unos quince años que iba disfrazada como Supermán, pero debajo de la S de la pechera podía leerse “upercalifragilísticoespialidoso”. Impagable. Y, por supuesto, todos los disfraces estaban muy conseguidos, llevados al detalle, dispuestísimos para llevarse el primer premio. Nunca había visto nada parecido.

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A continuación, empezó el visionado de Mary Poppins. Silencio sepulcral y… salva de aplausos cada vez que aparecía sobreimpresionado en pantalla el nombre de algún actor conocido durante los títulos de crédito iniciales. El mayor estruendo se lo llevó Julie Andrews.

Tal y como ya nos habían especificado, fuimos empleando los regalos de la bolsa de cotillón bajo esta estricta pauta:

-Armónica: tocarla cuando aparezca Dick Van Dycke tocando como hombre orquesta.

-Cucharilla: agitarla cuando suene la canción “Con un poco de azúcar…”

-Dos petardos: estallarlos cuando el vecino de la familia protagonista dispare salvas de cañón en las horas en punto.

-Ulular cuando sopla el viento, abriendo una sombrilla de cóctel.

-Y agitar dos peniques: cuando suene la triste canción Feed the Birds. La podéis escuchar aquí, pero advertidos quedáis: os pueda dar un siroco y daros la llorera, sobre todo cuando la vagabunda da de comer a las palomas. En fin… pasemos página.

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Por cierto, revisionando Mary Poppins con unos años más encima, he descubierto que la nanny con superpoderes es en realidad una especie de Tyler Durden en Fight Club. Poppins no busca tanto educar a los niños protagonistas como redefinir el concepto de capitalismo, obligando al padre a rechazar su puesto en el banco, así como abrazar la idea de que el dinero es el mal y que hay que buscar modos alternativos de conducirse por la vida. Solo faltó que Mary Poppins le obligara a someterse a la famosa quemadura química. O situar explosivos plásticos en los pilares maestros de los edificios. O incluso militar en Anonymous en contra de los desmanes financieros que asolan España, máscara de V de Vendetta incluida, vociferando lo de superfragilísticoespialidoso.

En fin, no me hagáis mucho caso.

En Diario del Viajero | Instantáneas de California
Fotos | Sergio Parra

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