En ocasiones, las cosas más inmundas producen arrebatos de belleza. Por ejemplo, a nadie le seduce el estiércol, pero el estiércol puede propiciar el nacimiento de una flor. Lo mismo sucede con la arquitectura de los lugares que visitamos. Hace unos días, por ejemplo, os contaba que el centro de Manchester era un lugar tan arquitectónicamente interesante debido a las bombas de una banda terrorista.
Cuando paseáis por Nueva York o Londres, así como otras ciudades importantes, no os habrán pasado desapercibidas esas regias escalinatas que suben desde la calle hasta la entrada de la primera planta. Las puertas de las casas, pues, no están a ras de suelo. Pero la razón de este tipo de construcción nada tiene que ver con la estética o la moda. También, como algunas flores, se debe al estiércol.
Tal y como explican Steven Levitt y Stephen Dubner en su libro Superfreakonomics:
En los solares, el estiércol de caballo se amontonaba hasta alturas de 18 metros, flanqueando las calles de la ciudad como cuando se apila la nieve a los lados. En verano, el hedor llegaba al cielo; cuando llegaban las lluvias, un torrente espeso de estiércol de caballo inundaba las aceras y se metía en los sótanos de las casas. Ahora, cuando admire las piedras marrones de la vieja Nueva York y sus elegantes escalinatas que suben desde la calle hasta la entrada de la primera planta, acuérdese de que eran un diseño surgido de la necesidad, que permitía que los residentes subieran por encima del mar de estiércol de caballo.
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