América en moto. El retorno de Atrevida.

Ella ha vuelto. De nuevo soy un hombre feliz y enamorado. Vuelvo a sonreír, a mirar el mundo con optimismo. Menos mal. Me había vuelto un tipo huraño que apenas saludaba a los vecinos y los trataba con desconfianza y hastío. No era tampoco de extrañar. 20 días de abandono son demasiados para cualquier amante. Harto de soledad, de dar tumbos por Vancouver, de matar el tiempo escribiendo colaboraciones periodísticas y de beber cerveza para olvidar mi destino de hombre errante y solitario, por fin he recibido una buena noticia. La mejor posible. Mi amor regresa arrepentida de haber navegado sin mí. El mensaje era escueto, casi un telegrama o una nota clandestina pasada entre los dedos.

Las comunicaciones electrónicas de las consignatarias de buques no son demasiado elocuentes ni románticas, pero decía lo esencial. “Your motorcycle is at our Warehouse”. O sea y en cristiano: “Tu moto está en nuestro almacén”. Casi salto de alegría. Mi BMW R 1200 GS no es una motocicleta cualquiera. Para empezar tiene nombre. Se llama Atrevida, y para continuar, con ella he dado la vuelta al mundo para perseguir el rastro de los exploradores españoles menos conocidos, de Noruega a Filipinas, de Etiopia a India, y ahora, por fin, Canadá con rumbo a Alaska, donde se halla la ciudad con nombre español más al norte del planeta. Y si se llama Atrevida es precisamente por esa vocación histórico exploradora, pues ese era el nombre de una de las dos corbetas de la Expedición de Alejandro Malaespina quien en el siglo XVIII trató de circunnavegar todo el globo para visitar las numerosas y dispersas posesiones españolas.

La segunda buena noticia es que Alicia Sornosa me acompañará hasta el almacén su BMW GS 650 llamada Descubierta, en honor a la otra embarcación. La bauticé así cuando salimos hace casi un año de viaje. Cruzamos juntos Europa, África e India. Sobrevivimos al caos burocrático egipcio, al calor sudanés y a la locura enduro que supuso recorrer la Moyale road, una pista terrible entre Etiopía y Kenia. Pero nuestros proyectos eran diferentes y en Madrás nos separamos. Ella embarcó hacia Australia y yo seguí para el Nepal. Está a punto de convertir en realidad su sueño de ser la primera española en dar la vuelta al mundo en moto y nos hemos reencontrado en Vancouver.

Pero antes de recoger la moto tengo que resolver el asunto de aduanas. Las importaciones temporales de vehículos usados son uno de los mayores engorros de todo gran viaje motociclista. Hay que conseguir permisos, presentar documentos, pasar inspecciones, pagar seguros, impuestos, tasas, gabelas, intermediarios y a veces corrupciones varias. En países como Egipto el trámite puede llevar días y casi conducir a la locura o al odio irracional. ¿Cómo sería en Canadá? ¿Me aplicarían un reglamento arbitrario lleno de normas incomprensibles, exigirían que la moto estuviera desinfectada como sucede en Australia, pensarían que es un arma de destrucción masiva? Cada Estado es una incógnita y las fronteras portuarias o aeroportuarias suelen ser mucho más complejas que las terrestres porque no están diseñadas para el tránsito de vehículos rodados y los funcionarios siempre dudan de aplicar normas que no conocen.

Las aduanas de Vancouver están situadas en una gran oficina de un enorme edificio del centro. Allí atienden funcionarios vestidos con uniforme policial. No hay apenas gente y todo es rápido. Muy rápido. Sorprendentemente rápido. Atiende una señora madura que aplaude que haya aparecido con el Carné du Passages, un documento que expide el RACE y que es como una especie de pasaporte de vehículos. Su misión es impedir la importación ilegal para la venta en el país de tránsito. Si la moto no sale, no existirá sello de salida y sin todos los sellos de salida, el RACE no devolverá el aval bancario por un porcentaje importante del valor del vehículo. La exhibición del documento la pone muy contenta. Pregunta a uno de sus compañeros si ha examinado la moto y el otro dice que sí, que está limpia como una patena. Estampa el documento y tengo que pagar 48 dólares por la inspección. Uso la tarjeta de crédito y asunto finiquitado en menos de media hora. Ojalá todas las aduanas fueran así y no un embudo donde intentar sacar dinero utilizando las dificultades burocráticas como excusa para extorsionar al pobre viajero.

De ahí, tenemos que ir al almacén, que está en otra ciudad aneja a Vancouver; unos 20 kilómetros, pero nos cae una chopa de agua nunca vista y llegamos completamente empapados. El almacén es una nave gigantesca llena de cajas y paquetes. Los tipos que trabajan por allí no saben donde está mi moto. Voy a la oficina aneja con mis papeles. Me dicen que tengo que pagar 110 dólares y 25 más por deshacerse de la caja. Protesto, les digo que nadie me había dicho eso, que no me habían advertido. Sorprendidas por mi actitud, pues todo son mujeres, me dirigen a las oficinas centrales. Allí también son mujeres. Sigo protestando airadamente. Se sorprenden de mi actitud. Nadie protesta así. Aceptan perdonarme los 25 dólares de la caja, pero informan de que no suelen hacerlo. Bien, contesto, supongo que tampoco es muy habitual que venga nadie a llevarse en marcha una moto que ha entrado en el almacén metida en una caja.

Traen el paquete en un toro mecánico. Destruyo el ataúd de sólida madera. Es compacto, difícil de desarmar, pero a base de maña y de fuerza bruta, lo desmonto y aparece mi querida motocicleta. Siento una alegría inmensa. Es como el reencuentro con una amante. Mejor todavía. La moto no protesta ni se enfada, solo se estropea a veces, pero si se repara bien, vuelve a darte satisfacciones sin rencor. Apenas tengo que hacer nada porque la rueda delantera no venía desmontada. Solo colocar los retrovisores y la pantalla. Conecto los bornes de la batería, aprieto el botón y el motor arranca con un rugido inconfundible. Atrevida ha vuelto.

Monto las maletas Trax, cierro los anclajes, recojo las cinchas con las que venía atada, reviso la presión de los neumáticos me despido del simpático operario que me ha ayudado y salgo al exterior. Ha dejado de llover y el horizonte se divisa limpio, solo recortado en la lejanía por el brillante skyline de Vancouver. La ciudad nos espera. Pero ahora será una ciudad diferente. Será mi ciudad. Hasta ahora yo solo era un turista más perdido entre sus calles, pero una vez entre en ella sobre mi moto, será mía. Tan mía como pueda serlo del ciudadano con las raíces más antiguas. Y es que viajar en moto es conquistar y hacerse dueño del terreno recorrido.

Fotos:Miquel Silvestre
Video:Canal Youtube de Miquel Silvestre
En Diario del Viajero:Caminos de India por Alicia Sornosa

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