América en moto: Vancouver, entre sushi y hamburguesas

Hoy me he convertido en un vecino más de Vancouver. Me he mudado a mi propio apartamento. Mi experiencia de hombre sedentario empieza ahora después de varios meses de obstinado nomadismo. Mi horizonte se ha ampliado así considerablemente. De los apenas 5 metros cuadrados de la habitación más barata del hotel más barato, a los inacabables 30 del estudio más barato que he podido encontrar. Y ¿qué decir de las vistas? Del patio interior que veía de modo oblicuo a través del pequeño ventanuco del cuarto 402 del Hotel Patricia, al sórdido callejón que se extiende ante mis ojos si me planto delante de mi nueva ventana al mundo sin cortinas, visillos, ni persianas. Porque esa es otra peculiaridad de los países fríos; no usan nada para cerrar el paso al sol.

He buscado este apartamento porque la moto tardará en llegar por lo menos veinte días más, estoy obligado a permanecer en la ciudad y tengo que ahorrar. No puedo permitirme un hotel. Vancouver es una ciudad objetivamente cara en términos norteamericanos, por no hablar de lo que subjetivamente me parece a mí después de haber pasado cuatro meses en Asia, quizá la última región barata del planeta, al menos en lo que se refiere a comida y alojamiento. Los mismos noodles o fídeos que en Tailandia cuestan un euro, aquí no bajan de los siete dólares. Mi presupuesto de viajero, que se nutre de lo que obtengo por publicaciones, libros y patrocinios, no soporta este nivel de precios canadienses y es imperativo ahorrar para lo que queda de aventura, más de seis o siete meses por delante.

Busqué en Internet a través de craiglist y encontré algo que podría encajar. Está en East Hastings 2244, a varios kilómetros de donde se encuentra el Hotel Patricia, pero por la misma calle. Fui hasta allí y en esa dirección encontré una especie de almacén tienda de muebles y objetos diversos de fabricación china. O sea, un espanto de figuritas, cabeceros dorados y sillones de cretona barata. Delirante como un museo de cera. La dueña es una vietnamita de rostro estirado que habla un inglés muy precario. Quien negociaba era su hija, llamada Linda. El cuarto que enseñó me pareció suficiente. Un estudio de madera flotante con un baño y cocina nuevos, dos mesas, wifi y una cama doble. Un paraíso por el que pedía 65 dólares diarios. Tras mucho regatear quedarón en 50. Pagué diez días por adelantado y me instalé. La mudanza fue fácil. Todo lo que tengo cabe en una bolsa. Ese bolsón amarillo e impermeable es mi hogar desde hace doce meses.

El barrio me gusta. Tiene supermercados, restaurantes, cajeros, tiendas… es algo impersonal pero habitable. Muy cerca de casa se encuentra el restaurante Red Wagon. Hace esquina, es algo tosco (deliberadamente tosco), tiene grandes ventanales, está pintado de rojo, no tiene servicio y siempre hay una larga cola para disfrutar de su comida típicamente norteamericana. Hamburguesas, panqueques, sándwiches y patatas fritas. Es posible encontrar sitio rápido si se llega a una hora valle, entonces no hay que esperar para sentarse en la barra o en una de sus mesas de madera (el plástico y las comida no “orgánica” están prohibidos aquí, aunque yo me pregunto qué clase de comida puede ser no orgánica, pero así es, a los productos ecológicos o sanos o más exquisitos porque las gallinas ponedoras no sufren de estrés los llaman orgánicos). Sin embargo, el alimento sí se hace de rogar porque Red Wagon no es un Fast food, quizá de ahí su éxito, ni tampoco es barato. La hamburguesa cuesta 12 dólares cuando enfrente hay una copia local del Mc Donalds donde por ese dinero te llevas 4 emparedados, una caja de alas de pollo y medio litro de química helada con sabor a vainilla.

Esta comida es más contundente y sabrosa. Tampoco es que se toque el cielo con los dedos, pero la carne es carne y los pepinillos, pepinillos. Otra peculiaridad es que en la cocina hay abundancia de trabajadores y todos son wasp, o sea, blancos y anglosajones. Nada de mexicanos o filipinos. O sea, en Red Wagon la mano de obra es cara. A los canadienses de pura cepa hay que pagarles buenos sueldos y eso explica los precios de la carta. Lo que no explica es la lentitud. Esto no es un Fast food en absoluto. El plato tarda en aparecer más de 15 minutos. Eso sí, lo sirven con muchas sonrisas y mucho “enjoy”, o sea, disfruta. La joven camarera que me atiende es solícita y amable y el “enjoy” y el “how is everything?” (¿cómo está todo?) no se le caen de la boca. Pero es una simpatía interesada. Los camareros en Norteamérica suelen ganar el salario mínimo pues compensan sus ingresos con las propinas, prácticamente obligadas y que consuetudinariamente se sitúan entre un 15 y un 20%, a no ser que en la carta venga escrito que se aplica un porcentaje determinado por “service”.

Casi cruzando la calle hay un restaurante japonés. El Nanaimo Sushi. No se han complicado mucho la vida eligiendo nombre porque está claro que sirven shushi y que se ubica en la calle Nanaimo, así que la solución al problema de nombrarlo surgió casi sola. Sushi Nanaimo y dejémonos de historias, debieron pensar los dueños. Esa sencillez me gusta. Ya está bien de complicarnos la vida con esnobismos absurdos. Además, me encanta la comida japonesa aunque suela resultar cara y escasa y no pocas veces sea falsa. Muchos de los japoneses que hay en España son en realidad negocios chinos disfrazados de otra cosa. En los auténticos restaurantes japoneses de Madrid, es decir, donde hay cocineros japoneses, no hay camareros orientales sirviendo mesas. Los trabajadores chinos son baratos, los japoneses no.

El Nanaimo aparece como un lugar sencillo, básico, espartano pero agradable. Mesas de madera sin mantel y grandes recipientes de salsa de soja que rellenan con una garrafa. No sirven alcohol, pero hay muchas camareras, y son japonesas. Quier decir japonesas de segunda, tercera o cuarta generación en Canadá. Tras la barra, hay también muchos cocineros en plena faena. Son todos jóvenes y laboriosos. El género que se ve tras las vitrinas tiene una pinta fabulosa. Los tipos elaboran los rollos con maestría y cortan los pedazos de atún o salmón con afilados cuchillos. Parece arte en lugar de cocina. Zis, zas, y los cortes de pescado van quedando delicadamente apilados en las bandejas de loza. Tras cada elaboración, los cocineros limpian los trastos de matar y la encimera. Van a toda velocidad y ofrecen una agradabilísima imagen de eficiencia.

La carta resulta agradablemente barata. Un combo variado de rollos, sushi y sashimi cuesta menos de 15 dólares. Ya me espero una menú mínimo pero mi sorpresa es mayúscula al ver las dimensiones de la bandeja de rollos que me traen. No puedo terminarla. Los maki son gigantes, pero es que además está todo bueno. El pescado es de verdad y los trozos son inmensos, casi un filete cada porción de sashimi. Afortunadamente, en Norteamérica se tiene la costumbre de llevarse la comida sobrante. No hay ningún tipo de apuro social por pedir que te la envuelvan para terminarla en casa. En ese sentido, la practicidad de las costumbres es inobjetable. “La comida es mía porque la he pagado y me la llevo”. Todavía en España andamos con remilgos de hidalgo pobre y nos da vergüenza pedir las sobras. Al menos en estas cosas sí debiéramos aprender de los anglosajones.

Fotos:Miquel Silvestre Diario del Viajero: La comida en Japón

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