América en moto: Vancouver, la ciudad de los muertos vivientes

La principal ciudad de la Columbia Británica me agrada por su limpieza, su aire puro, su desarrollo, su ambiente liberal, pero me resulta extremadamente fría. Humanamente fría, me refiero. Casi imposible obtener una sonrisa espontánea o un gesto de sincera empatía. Viniendo de ese Tercer Mundo donde la gente vive al día pero está casi siempre alegre y con ganas de disfrutar de la vida, aquí da la impresión de que los canadienses viven asustados, temerosos de asaltos, robos o violaciones cuando esta debe ser una de las ciudades más pacíficas y seguras del mundo.

Pero aquí respiro miedo. Miedo a perder el trabajo, la casa, la cartera, el coche, la prosperidad, miedo a que un sinhogar se nos cuele por la puerta trasera, miedo, pavor a la ruina, a la suciedad, a quedar descolgado del sueño americano… me llama la atención como frenan en cuanto ven a un peatón al borde de la calzada dispuesto a cruzar. Ese gesto no evidencia respeto, es miedo, el miedo a que se les lancé bajo las ruedas y provoque un accidente para reclamar una indemnización.

Esta frialdad debería irritarme, pero por ahora no es así. Vengo muy gastado de África, de India y sobre todo de Asia. Demasiada proximidad entre los seres humanos. Demasiada población. Demasiado calor. Demasiada basura. Demasiada miseria. Aterrizar de pronto en el límpido y organizado Canadá de las mil y una reglas donde hasta se regula la cantidad de perros que se pueden pasear juntos (no más de tres en los parques públicos) me está resultando como una cura de silencio, espacio y autonomía personal. Pronto me cansaré de soledad, pero ahora la necesito. Regreso al Primer Mundo aturdido y desorientado.

Lo que más disfruto es que la esfera de intimidad personal es aquí de tres metros a la redonda. Nadie se roza. Casi ni se miran. Me encanta saberme invisible. Nadie me observa por la calle como a un bicho raro. Solo eso ya es un cambio tan radical con lo que he vivido los últimos ocho meses que me parece estar flotando. En África o India, el occidental pasea desnudo, todos lo observan. Y más viajando en una aparatosa BMW. Me he acostumbrado a eso, pero ahora siento como si estuviera descomprimiéndome. Sin moto solo soy un peatón anónimo. Paseo o cojo el autobús y paso completamente inadvertido. Volveré a echar de menos lo que ahora no vivo, la feria de ruidos y voces, el hablar con cualquiera, el coger, tocar y agarrar. En pocas semanas aborreceré esta asepsia anglosajona, mas ahora la disfruto como un lujo exclusivo que restaña todas mis heridas de aventurero batallador .

He localizado el Patricia, un hotel barato, 47 dólares canadienses, en la calle West Hastings. Una ancha avenida desangelada, pero muy concurrida por homeless, vagabundos, yonquis y colgados varios. El hotel es un feo edificio de cinco o seis pisos llamado Patricia. El tesoro se esconde en los bajos, y es que ahí hay un pub donde se elabora su propia cerveza y siempre hay bandas tocando. Hay algunos objetos de época para ambientar; un baúl, una mecedora, una Enciclopedia Británica… no tendrán más allá de 50 años, pero en Norteamérica eso es ya la prehistoria.

El recepcionista es un tipo triste, alto, delgado, de pelo gris y siempre vestido con camisa negra. Me recuerda a Leonard Cohen. Creo que a él le gusta alimentar esa imagen de melancólico perdedor. Me informa de que la cerveza de la casa no tiene conservantes ni aromatizantes químicos y que por eso puedo beber la cantidad que deseé, que no tendré dolor de cabeza. Agradezco sinceramente la información y subo al 4º piso. La habitación es mínima. Una cama mediana de blando colchón. Un retrete y una ducha separada del cuarto por una especie de puerta biombo, el lavabo en el dormitorio, una ventana con vistas a un patio. Todo es relativo en este mundo y este cuartucho se me antoja un palacio después de los últimos ocho meses de agujeros inmundos.

A mi alrededor orbita un mundo duro, sin esperanza. Son todos los vagabundos de Vancouver, gente destruida por la adicción al crack. Prostitutas, mendigos, alcohólicos. De nuevo la miseria frente a mis ojos. También en el primer mundo. Hay quien me explica que provienen de un manicomio que cerró sus puertas, aunque luego me dirán que eso es un cuento, que la razón por la que vienen es porque de todo Canadá, Vancouver es la única ciudad donde los sin techo no se congelan. Aunque a mí me parece pleno invierno este junio, los canadienses consideran que el clima aquí es templado y habitable. Claro, todo es relativo en este mundo y Vancouver parece Miami comparado con Otawa o Toronto, donde se alcanzan los 30 bajo cero en invierno.

Al principio tomé como graciosa anécdota la presencia de homeless, enfermos mentales y drogadictos. Pero cruzando hoy el centro en autobús me doy cuenta de que esto no es una broma sino un serio problema de convivencia. No son diez, ni veinte, ni siquiera cincuenta, son muchos más, esto es una auténtica invasión de zombies acampados en las aceras. Es imposible que este estercolero humano, que este atasco de carritos de supermercado, que estos rostros destruidos por el crack, la demencia y las privaciones no altere el ritmo cotidiano de una población limpia, hiperordenada y polite, muy polite. Entiéndase aquí polite como esa cortesía estirada y egoísta de los anglosajones que pueden pedirte mil excusas mientras te arrojan al arroyo.

Me bajo del bus en Cambie Street y camino hasta el hostel del mismo nombre. Tiene anejo uno de los bares más animados y populosos. Dicen que es donde se sirve la cerveza más barata de la ciudad. Es viernes por la tarde y está de bote en bote, surtido de una juventud cool, desenfadada, ansiosa de alcohol, sexo y diversión, como todas las juventudes de todo el mundo. Pero aquí dentro sigue haciendo frío. Todo es frío. Falso. Canadiense. Tatuajes, alguna cresta, niñas monas, machacas de gimnasio, traficantes de marihuana, camarera rubia platino de enormes tetas… todo me parece un decorado lleno de maniquíes.

Tal vez yo esté todavía con la cabeza muy llena de las intensas escenas vividas en Indonesia y Filipinas. Pero esta vida confortable no me parece real. Es gélida. Los afectos son gélidos. El amor es gélido. Egoísmos compartidos, egoísmos tolerados. Yo vivo en mi mundo y tú en el tuyo, pero como de vez en cuando necesito sexo, compañía o un rato de conversación, entonces nos encontramos brevemente en el exterior de las burbujas respectivas, mas una vez satisfecho el deseo, nos recluimos de nuevo en nuestros mundos propios con calefacción y equipo de alta fidelidad.


Si te quedas un rato sentado al lado de la ventana, un universo de penuria, chaladura y drogadicción pasará delante de ti. Con los rostros embrutecidos y el cuerpo encogido y contrahecho, desfilan hacia ninguna parte. Les veo bebiendo elixir bucal. Es más barato que el licor pero tiene un alto contenido en alcohol. Sin embargo, esta pobreza es diferente a la que he visto en el Tercer Mundo. Aquí no hay niños. Todos son adultos. Estos desechos de ojos hundidos y bocas arruinadas han tenido su oportunidad y la han malbaratado, pero no estuvieron atados al arroyo desde la cuna como todos esos críos sin futuro que he visto en mi viaje.

Es una gran diferencia. Tan grande es que aunque sea terrible el espectáculo, no siento demasiada lástima. Y a los vecinos tampoco se la dan. Cuando compruebo las wifis de la zona para repasar mis correos desde el teléfono, veo que una se llama thelivingdead, o sea, el muerto viviente. El hallazgo me despierta una carcajada. Hay que ser mamón para bautizar así tu red doméstica. Al menos alguien con humor negro en Vancouver. Es un alivio. Demuestra que hay vida al otro lado del hielo.

Vídeo de Vancouver.

Fotos: Miquel Silvestre
Video:Canal Youtube Miquel Silvestre
Diario del Viajero: El olor de Vancouver

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