Embajada Samarcanda. Kazakhstán

La dependencia del aduanero uzbeco consistía en un sucio cubículo rectangular de dos metros por tres construido con basto hormigón. Un sillón desvencijado. Una mesa coja de formica desbaratada. Un archivador gris. Tres ventanas traslucidas de polvo. Un alargado cartel con una frase en árabe del Corán que colgaba torcido sobre una estantería. Sobre ella una torta de pan sin levadura, una tetera renegrida, doscientas moscas y una radio que emitía sin pausa una atroz música mestiza, mezcla de ritmos electrónicos de pachanga discotequera y ulular de canciones tradicionales asiáticas.

Yo permanecía de pie, esperando obtener un permiso de importación temporal de mi motocicleta. A mi lado, un grupo de militares y civiles discutía a voz en cuello y con muchos aspavientos. Observé a los soldados. Hay algo en su modo de llevar uniforme que destruye la posible prestancia que les pudiera otorgar: los zapatos. Ningún militar o policía lleva botas aquí. Todos calzan gastados zapatos de baja calidad, normalmente con puntera afilada, algo combada hacia arriba y el talón aplastado para que sea más fácil descalzarse.

El aduanero tecleaba trabajosamente con un dedo en un ordenador cuyas tripas albergaban el formulario electrónico para conceder los ansiados permisos de importación temporales. Le costaba sudores leer mis documentos y pasarlos al programa. Debía hacerlo paso por paso, casillero por casillero. Si uno de esas casillas no se rellenaba adecuadamente, el sistema no admitía nada de lo hecho anteriormente y debía volver a empezar

Todos hemos vivido esa horrible situación al comprar un billete de avión por Internet o realizar alguna gestión semejante. Le das al “enter” para que continúe y la jodida máquina da error y te dice que falta algún dato. Y vuelta a empezar. Si esas complicaciones informáticas nos desesperan a nosotros, que se nos supone duchos con las nuevas tecnologías, imaginé el enorme esfuerzo que podía haber supuesto para los pobres funcionarios uzbecos adaptarse a los intentos de informatización de su burocracia. Les compadecí sinceramente.

El aduanero que me había tocado en suerte era un chico joven, francamente colaborador y su inglés era más que aceptable. Supongo que por eso le encomendaban encargarse de los extranjeros que elegían el peor camino posible para entrar en Uzbekistán. En su propio vehículo desde Kazajistán. Y yo había elegido el peor del peor, el que comienza en Aktau, a orillas del mar Caspio, y cruza todo el interminable desierto hasta esta frontera. Los que vienen por Turkmenistán o por la ciudad kazaja de Atyrau encuentran una carretera razonablemente asfaltada.

Yo solo tuve el Infierno y todo para mí solo. De Aktau a Beyneau hay 470 kilómetros de polvoriento páramo. Un infierno de baches, polvo, arena fina como talco y una especie de lengua de roca viva llena de cráteres. La moto traqueteaba de un modo horrible. Parecía que iba a desintegrarse. Y el viento soplaba fuerte y levantaba nubes de polvo. Sufría tanto que comencé a preguntarme qué sentido tiene hacer esto. La respuesta que me dí es que no había que hacerse preguntas, sino que era el momento de recordar que lo hacía porque me había comprometido conmigo mismo a hacerlo aunque ahora pensase que es una insensatez.

El aduanero preguntó potencia, año de fabricación y el valor de la moto. Preguntarlo que cuestan las cosas es una constante aquí. A veces tiro por lo bajo para no dar impresión de millonario, algo que es absurdo, porque aunque diga que cuesta la mitad de la mitad de lo que cuesta sigue siendo una cantidad desorbitada para la mayoría de estas gentes; otras veces digo que cuesta cifras deliberadamente absurdas, como un millón de dólares. El resultado es siempre el mismo, incomprensión y caras de asombro. Pero esta vez reconocí el precio exacto para estupor del funcionario. Se quedó un momento pensativo entre tecleo y tecleo.

—¿Y por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué esta forma de viajar solo, peligrosa, difícil? Podrías venir en avión.

Siempre he sabido que responder a estas preguntas. No tanto a los demás, sino a mí mismo. Tenía claro lo que estaba haciendo y por qué. También para qué. Exponerme a peligros ciertos y a incomodidades también ciertas cuando nadie me obliga a ello siempre me ha parecido una actividad un poco idiota. Recuerdo que mi primera conferencia sobre viajes en moto la titulé Manual del aventurero idiota. Y fue no solo porque yo mismo soy un desastre planificando y organizando mis aventuras, sino porque me daba cuenta desde el primer instante que solo los occidentales bien comidos pagamos por pasarlo mal.

Los africanos que cruzan el Estrecho o los espaldas mojadas no son aventureros, desearían un viaje confortable al primer mundo, pero arrostran riesgos sin red que a cualquier aventurero blanco le dejan a la altura de pijo de club de golf. Sabía que mi actividad no era más que otra consecuencia de la sociedad de confort en la que estamos instalados. De la que se huye brevemente para retornar. Que sé que necesitaba sentir frío para disfrutar de la calefacción, del hambre para deleitarme con un mendrugo seco al final de la dura jornada, de la sed para reconocer el dulcísimo sabor del agua potable. Necesito probarme, superarme y también necesito contarlo a los demás, escribirlo, comunicarlo, compartirlo.

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