Embajada Samarcanda. Turquía. Trabzon

Samsun, gran ciudad turística, no me interesa. Bordeando el Mar Negro llego a Trabzon, donde desembarcara Rui González de Clavijo para llegar por tierra a Uzbekistán. La antigua Trebisonda era en tiempos una polis griega. De hecho, fue imperio. Aunque modestito, acosado por los otomanos. Rendía vasallaje y pagaba tributo a Tamurbec, o sea a Timor el grande, el emperador mongol a cuya corte en Samarcanda fuera nuestro explorador. Hoy la urbe es enorme y se desparrama por la ladera de una montaña.

Desparramo yo mi impedimenta en la habitación del Vulvar, el hotel más barato. Salgo a tomar té y a respirar los aromas de una población que resulta más turca y más real que la hiperturística Estambul. Paseo por el mercado de frutas. En los bazares de alimentos se aloja la vida popular, los personajes genuinos y más fotogénicos.

En una plazoleta descubro una tienda de textiles llamada Ali Bey. Tal vez sea por el espía español llamado Domingo Badia, quien a principios del siglo XIX y por orden de Godoy recorriera el imperio otomano disfrazado de príncipe sirio. A su vuelta escribió un libro de éxito: Viajes de Ali Bey. La vida nómada se había apoderado de él y de nuevo regresó al disfraz de sirio. Sin embargo, su baraka había caducado y los agentes británicos lo descubrieron. Murió envenenado.

Yendo hacia Georgia, la policía me detiene por exceso de velocidad. Y a pesar de que son amables no hay modo de evitar que me sancionen. 166 liras. He de ir al banco. ¿A qué banco? Misterio. Imposible comunicarse. ¿Qué puede pasar si no pago? ¿Tendrán cruzados los datos con aduanas? ¿Y si me vuelve a parar la policía? ¿Será grave el ilícito administrativo?

Lo intento en un banco. Son amables pero dicen que “problema” y me mandan a otro lugar sin más especificaciones. Desorientado, voy a otro banco. Las chicas no saben que hacer con la denuncia salvo decir “problema”. Al final. Escriben el nombre del banco correcto. salgo a la calle y al primer curioso que veo rondando la moto, le enseño el papel.

La sucursal está a doscientos metros más allá. Entro, voy a la ventanilla y vuelvo a enseñar el papel. Se hace un corro. Todos leen la multa por riguroso turno y menean la cabeza en sentido negativo. “Problem”. El guardia me hace señas para que le siga. Me lleva a otro edificio. Parece un banco sin clientes. Hay cuatro tipos sentados en una sala de espera pero ninguno parece esperar nada más que la llegada de la noche o de la próxima estación o el retorno de Kemal Attaturk.

Me dirijo a la ventanilla que tengo más cercana. Cuando el tipo la ve se queda compungido. Realmente compungido. Casi me da pena. Menea la cabeza y musita “system problem”. Yo estoy ya harto de dar tumbos. Es como intentar entrar en el castillo de Kafka. Muchas puertas y ninguna sirve. Protesto y el tipo casi se pone a llorar. Mira la multa con la expresión más triste que haya visto nunca. Es como si fuera la carta de despedida de su amada.

Aparece quien supongo que es el jefe de este fanstasmal negociado. Coge el papel y lo examina como si fuera un arcano que jamás hubiera visto. Repite la cantinela. “System problem”. Abandonó preso de ira y estupor el edificio. Entonces lo veo. Un coche de la policía de tráfico. Los abordó con mi papeleta en una mano y el fajo de billetes en la otra.

—¡Quiero pagar! Necesito regresar a Turquía y no quiero tener problemas en aduanas.

Los tipos, pillados por sorpresa, leen con ojos vacuos la denuncia. Es un maldito impreso oficial pero parece que sea la primera vez que les cae algo así en las manos.

—No problem—dice—. Go to Georgia. No problem. Go!

En resumen, imposible pagar la multa y eso, a juicio de la propia policía turca, no supone ningún problema. Al menos para dejar el país. Ya contaré qué pasa cuando intente regresar en mi camino de vuelta a casa.

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