Las ventajas de regresar a la naturaleza

En 1700, el 17% de la población de Inglaterra y Gales vivía en una ciudad. En 1850, lo hacía el 50%. Hacia 1900, el 75%. Este movimiento social del campo a las ciudades se ha producido en todos los países del mundo en mayor o menor proporción.

Por ello, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, tuvo un otro fenómeno paralelo, tal y como lo describe Alain de Botton en su libro El arte de viajar: “los habitantes de las ciudades comenzaron por vez primera a ser numerosos en viajar por el campo, en un empeño por recobrar la salud de su cuerpo y, lo que era más importante, la armonía de su alma”.

Regreso al Edén

Escapar de la ciudad para internarnos en la naturaleza, pues, empezó a parecerse a un regreso al jardín edénico del que fuimos bíblicamente expulsados. Y probablemente quien mejor ha representado esta idea sea el poeta William Wordsworth, nacido en 1770.

Además de escribir largos poemas elegíacos sobre la naturaleza y las montañas, Wordsworth solía salir a caminar por el campo no solo para estirar las piernas, sino para inspirarse y reflexionar más fluidamente, como los filósofos peripatéticos. En toda su vida llegó a caminar, se dice, unos 280.000 kilómetros, lo que equivale a varias vueltas a la Tierra.

Y el fruto de estos largos paseos por las montañas fueron poemas dedicados a las cosas que se cruzaron en su camino, como A la pequeña celidonia, A una alondra u ¡Oh, ruiseñor! Cuando Wordsworth murió a la edad de ochenta años, en 1850, la mitad de la población de Inglaterra y Gales ya era urbana, pero sus poemas servían para regresar a las montañas.

Como decía el propio Wordsworth, las excursiones por la naturaleza constituían un antídoto para los males de la ciudad: el humo, la congestión, el estrés, la fealdad del paisaje. Como abunda en ello Alain de Botton:

las escenas naturales tienen el poder de sugerirnos ciertos valores (los robles dignidad, los pinos resolución, los lagos serenidad) y, por consiguiente, pueden inspirar discretamente la virtud.

Los paisajes de la naturaleza pueden incrementar la sensación que tenemos de lo sublime, como explica Joseph Addison en su ensayo Los placeres de la imaginación, donde describe el “delicioso sosiego y asombro” que le produce “la vista de un campo abierto, un vasto desierto baldío, descomunales macizos montañosos, rocas y precipicios elevados y una generosa extensión de agua”.

Contemplar estos desafíos de la naturaleza es enriquecedor a nivel emocional siempre y cuando sepamos hacerlo con tranquilidad y parsimonia, tal y como lo hacía John Ruskin cada vez que viajaba: se desplazaba en coche de caballos, nunca cubría más de ochenta kilómetros diarios y, cada pocos kilómetros, se detenía para admirar el paisaje.

El mismo Nietzsche era aficionado a enfrentarse a las montañas como si fueran desafíos filosóficos y solía inspirarse para escribir realizando largas caminatas por las montañas. Para él sólo tenían valor «los pensamientos caminados», así que siempre caminaba provisto de un lápiz y un cuaderno forrado en piel.

Son algunas bondades de la naturaleza. De caminar atravesándola y fijándonos en nuestro entorno. De huir del mundanal ruido. De regresar a los orígenes.

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