La diversidad gastronómica es cada vez más global y eso es bueno para todos

Uno de los chascos más comunes que nos llevamos quienes nos conducimos por el turismo a través de la gastronomía es que ese plato tan local, ese ingrediente tan idiosincrásico, o esa tiendecita tan exclusiva, al final empieza a diseminarse por todo el mundo. Si en nuestra propia ciudad ya podemos encontrar mejores restaurantes japoneses, por ejemplo, que en el mismo Japón, ¿qué aliciente tiene viajar y comer en el extranjero?

Sin embargo, esta tendencia a la globalización, si bien resulta frustrante para el viajero gastronómico, en realidad es positiva para todos nosotros.

Comida global

Echemos un vistazo a la dieta estadounidense. Ésta, a finales del siglo XIX, consitía principalmente en cerdo y fécula. Antes de la refrigeración y el transporte motorizado, la mayoría de las frutas y verduras se habrían estropeado antes de llegar al consumidor, de modo que los agricultores cultivaban productos no perecederos como nabos, alubias y patatas. Las manzanas eran la única fruta, y en su mayoría se utilizaban para hacer sidra.

Algo similar ocurría con la cocina japonesa antes de que se convirtiera en una de las más creativas del mundo, gracias fundamentalmente a la influencia china. Los japoneses tardaron más en adoptar la cultura de los palillos que los chinos, de quienes tomaron prestada la idea. No fue hasta el siglo VIII cuando los palillos sustituyeron a las manos entre la gente corriente. Más tarde, en la Segunda Guerra Mundial, la influencia estadounidense hizo el resto.

En decir, que las cocinas del mundo se tornan menos monocromas básicamente por dos factores: la tecnología y la mezcla con otras culturas. Ello hace las cocinas internacionales más parecidas entre sí, pero también mucho más diversas en su seno. Así es como, a pesar de los tópicos, ciudades como Nueva York se han convertido en el paraísmo para los gastronautas, el mejor sitio para probar las mejores cocinas de todo el mundo con un estándar de calidad elevadísimo.

En un pasado no muy lejano, las nuevas cocinas introducidas por los inmigrantes eran tan exóticas que se convertían en blancos en las grandes ciudades estadounidenses, como explica Steven Pinker en su libro En defensa de la Ilustración:

En los casos de la comida italiana ("¡Mamma mia, eso sí que es una albóndiga picante!"), mexicana ("Soluciona la falta de gas"), china ("Una hora después vuelves a tener hambre") y japonesa ("Cebo, no comida"). Hoy en día, incluso en las localidades pequeñas y las áras de comidas de los centros comerciales ofrecen un menú cosmopolita, a veces en todas esta cocinas más la griega, la tailandesa, la india, la vietnamita y la de Oriente Medio.

Igualmente, nuestros padres o nuestros abuelos eran reacios a la comida extranjera, y consideraban que la comida del terruño era la mejor del mundo (sin haber probado, naturalmente, la cocina del resto de países del mundo). Hoy en día, afirmar tal cosa es considerado propio de catetos y provincianos. La oferta y la demanda lo demuestra. Hace unas semanas, en una área de servicio de una autopista catalana, lugar donde la variedad y la calidad son limitadas, includo llegué a ver ofertas de poke bowls.

Las tiendas de comestibles también han ampliado su oferta, y han pasado de un centenar de productos en la década de 1920 a 2.200 en los años cincuenta, 17.500 en los ochenta y 39.500 en 2015.

Todo esto contradice el mantra de la pureza (racial, cultural, geográgica, gastronómica) y demuestra las muchas ventajas de la hibridación, la mixtura, las influencias bidireccionales y la globalización. No podemos viajar a tantos lugares excéntricos, pero a cambio vivimos en lugares más interesantes, diversos y respetuosos con lo extranjero (se acabaron las bromas a la cocina japonesa).

Habrá que buscar otros buenos motivos para continuar viajando, naturalmente, sin necesidad de perpetuar el pasado en el presente, y mucho menos en el futuro.

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