América en moto. El Parque Nacional de Joshua Tree

América en moto. El Parque Nacional de Joshua Tree
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En 1987 el grupo irlandés U2 sacó su quinto LP titulado The Joshua Tree. Contenía canciones tan legendarias como With or without you, Where the streets have no name, o I still haven´t found what I´m looking for. En la portada aparecía un extraño cactus de ramas retorcidas que pronto se convirtió en un icono tanto por su extraña forma como por su nombre de talmúdicas resonancias. Lo que quizá muchos no supieran entonces es que el árbol del disco es un rarísimo vegetal que sólo crece en una de las regiones más áridas y desoladas del planeta, a caballo entre dos enormes desiertos norteamericanos: el del Colorado y el del Mojave.

Durante mi viaje en moto por América encontraba en Arizona buscando en el mapa una vía por donde penetrar California y alcanzar el Océano Pacífico. Mi propósito inicial era bordear la frontera con México para seguir las huellas del primer europeo que realizó el viaje por tierra, el capitán español Juan Bautista de Anza, quien con doscientos cuarenta hombres perforaría en 1776 el reseco territorio de los indios Yumas hasta arribar a la bahía de San Francisco después de recorrer dos mil kilómetros. Sin embargo, decidí desviarme más al norte cuando descubrí sobre el papel la mancha oscura del Parque Nacional del Joshua Tree.

El Río Colorado es la frontera líquida entre Arizona y California. Lo crucé en la pequeña ciudad de Parker por la estatal 72 a través de un pequeño puente metálico. El cauce tiene en ese punto un aspecto sosegado y caudaloso. Bordeado de palmeras, recuerda al Sinaí o al Jordán, tiene algo de bíblico y sagrado. Me recibió un desierto tan amarillo y arenoso como pudiera ser el de Egipto. Una cordillera afilada dibujaba un perfil abrupto en el horizonte. Sobre las dunas había escritas palabras de amor con guijarros y piedras sueltas.

arbol

En un cruce de caminos encontré un poste muy alto con un inaccesible buzón en la cima. La gente había ido dejando allí flechas manufacturadas con la distancia hasta sus respectivas casas. Yo también escribí uno. “Madrid, Spain, 100.000 millas de soledad”. El desierto continuaba infinito, demasiado incluso para el depósito de mi GS 1200. Llegué a una bifurcación. Hacía el norte estaba 29 Palmtrees a 82 kilómetros; hacia el sur, Desert Center a sólo 43. Me decanté por este último destino ante la urgente necesidad de combustible. Pero allí tampoco había gasolina. Cosas del desierto.

Casi de milagro y a punta de gas conseguí llegar hasta Chiriaco Summit 29 kilómetros más hacia el oeste. Allí no solo encontré surtida gasolinera sino también un alucinante museo dedicado al general Patton. Todo un homenaje al belicismo en la misma puerta del parque nacional. Pagué los dos euros y medio de la entrada y admiré toda la ferretería bélica allí almacenada, incluida una decena de carros de combate y carteles de apoyo a las tropas y a los prisioneros de guerra. Había también un muro del honor donde por un módico precio se podía colocar el nombre de un ser querido caído en combate.

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El Joshua Tree National Park mide 3196 kilómetros cuadrados repartidos entre los condados de San Bernardino y Riverside. Declarado monumento nacional en 1936 por Franklin Delano Roosevelt, recibiría su estatus de parque nacional en 1994. Zona de gran inestabilidad sísmica, está situado entre los 600 y los 2000 metros de altitud. Es un paraíso para campistas y escaladores. Su superficie está salpicada de redondeadas peñas que adoptan sugerentes formas y en las que se han descubierto pinturas rupestres de los pueblos amerindios que poblaron el área desde mucho antes que aparecieran los primeros buscadores de oro.

La entrada principal en el sur sigue Cottonwood Spring Road, vía que serpentea por el páramo mientras se acerca a la montaña. Hay que parar en el Centro de Visitantes y pagar cuatro euros. No es recomendable hacerse el loco para ahorrarse el dinero porque hay que enseñar a la salida el recibo pegado en el parabrisas. El comienzo del parque es parecido a una sabana africana. Plano, seco y azotado por el viento, es hábitat de liebres y serpientes de cascabel. Las águilas reales vigilan desde el aire su territorio de caza. Paulatinamente, según se asciende, el paisaje se revela más y más lunar. Entre los agrietados terrones crecen arbustos y cactus tan exóticos como el chaparral, los ocotillos, las chumberas o las palmera washingtonia.

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Continúa el ascenso por El Dorado Mine Road, en honor de una vieja mina de oro abandonada. Cuando llegamos a la meseta a más de 2000 metros sobre el nivel del mar, es como si de pronto hubiéramos desembarcado en Marte. Rodeado de los fantasmales árboles de Joshua que brotan por cientos desde la misma nada, la sensación es de total irrealidad, de sueño o ilusión de peyote. Al suroeste se divisa entre la bruma polvorienta, flotando ingrávida, la mancha líquida del Saltón Sea, un enorme lago clavado en pleno desierto del Mojave.

Cuentan que el nombre se lo dieron unos mormones que peregrinaban desde Nevada. Cuando, agotados y sedientos, lo vieron con sus brazos implorantes elevados hacia el cielo, su extraordinaria imagen les recordó a Josué, aquel profeta que consiguiera llevar a los hebreos hasta Israel, la Tierra Prometida, después de la muerte de Moises en el camino. El nombre científico, sin embargo, es algo menos evocador. Yucca brevifolia, de la familia de las agaváceas. Su tronco es fibroso y sin anillos, por lo que resulta difícil medir su edad exacta. Son árboles demasiado ambiciosos; nacen rectos, pero cuando maduran extienden sus gruesas ramas lejos de sí, mas sus raíces son demasiado débiles para tanto arrojo. Muchos se retuercen y mueren vencidos por su propio peso. Quedan secos y quebradizos, como si sufrieran la cólera de un dios vengativo que les robara la savia. Sin embargo, también entre ellos hay elegidos. Algunos han sobrevivido más de doscientos años alcanzando los trece metros de altura.

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Terminada la alucinante planicie donde viven los correcaminos y los coyotes, se inicia un abrupto descenso hacia el Yuca Valley. Si el día es muy claro, a lo lejos se puede ver la nube de contaminación de Los Ángeles. Cuando salí del parque por la Loop Road, a punto de entrar en la autovía, encontré una barraca de madera al estilo de los viejos salones del oeste. Era una tienda llamada Coyote Corner. Me llamó la atención y entré. Me atendió una chica joven de estilo neohippie. Vendía todo tipo de souvenires pacifistas, camisetas con eslóganes contra la guerra y los republicanos y pegatinas con mensajes políticos revolucionarios.

Compré una que rezaba: Kill your TV y la pegué en la moto. Cuando me alejé, camino de ese oasis artificial para judíos ricos llamado Palm Springs, recordé el museo Patton situado en la entrada sur y pensé un rato sobre la radical disparidad que había entre aquellos dos extremos. Supe entonces que no podría encontrar mejor imagen de las dos almas que se respiran en este contradictorio estado llamado California, donde crece un árbol tan bíblico y único como aquel cuyos frutos prohibidos nos condenaron a vivir sin encontrar jamás lo que estamos buscando.

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Fotos: Miquel Silvestre Más en Diario del Viajero: América en moto

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