Me bajo del avión en Bombay con la presencia de ánimo que da llevar mil horas entre aeropuertos y la cancioncilla estúpida de Mecano metida dentro de la cabeza, pensando "ahora verás el panorama que no sé por qué en el tercer mundo los medios de transporte siempre hacen pensar que hay una revolución en curso."
Pero no. Sales afuera y tan ricamente, ni touts ni brasa de ningun tipo, lo único la consabida bofetada de calor y humedad que te dan ganas de volver a meterte en el avión y un olor a mierda alucinante, aunque en un par de horas dejas de notarlo en cuanto la contaminación te ha acabado de taponar los bronquios.
Bombay no tiene mucho interés; un montón de edificios pseudo-goticos de la época colonial, tipo la estación de tren, que se llamaba Victoria Terminal y con la indepencencia le han puesto Chapratati Shivaji. Yo creo que para complicar a los turistas, porque no veas para repetirle el nombrecito al taxista. Y luego las atracciones propias de la india: algún templo, puestos callejeros vendiendo de todo, mendigos y muchas familias viviendo debajo de un trapo en un pedazo de la acera.
Así que eso, antes de que preguntéis: miseria hay y mucha. Para venir de Bombay hasta Goa, donde estoy ahora (playita, cervezas a 50 cts.) me monté en un tren que, aparte de la familia de cucarachas que estaban ocupando mi litera (que me dio hasta pena echarlas) era como un mercadillo ambulante. Cada cinco minutos pasaba alguien vendiendo a gritos comida, periódicos, té, café (como en un vuelo de Ryanair, vamos), y un desfile de gente pidiendo limosna, ciegos, mutilados, ancianos, y algun niño que, como aquí la gente ya tiene el colmillo retorcido y no le dan ni pena, pasaba un trapo por el suelo del vagón para que le dieran alguna rupia.
Hay que ver la dignidad que tienen y además lo felices que son y no como los mendigos patrios que apestan a vinacho barato y no son fotogénicos.
Y tras 15 horas de este circo más una hora mas dando tumbos en un autobús que iba lleno como un vagón de metro y por una carretera llena de curvas finalmente llegué a Pallolem: playita y bosques de cocoteros, no es Punta Cana, pero no nos aburrimos. Me he juntado con otros viajeros sin rumbo (una brasileña, un alemán, un italiano, un israelí y uno del Vallés) y entre birra y baño en la playa y oir las historias de alguno de los hippies de los 70 que sobreviven y no se han cambiado a la hipoteca y el traje, me voy adaptando al país.
Esta mañana nos hemos ido en una barca a ver delfines, la verdad es que los bichos son como los indigenas, ¡hay que ver lo que ganan en su estado natural! Tu ves a un indio de estos por Lavapies e igual hasta te cambias de acera (sobre todo si ves a más de uno), pero aquí hasta les tiras fotos; pues los delfines igual, sera una tontería, pero ¡da una emoción verlos asomando el morro a tres metros!
El jueves tengo ya el billete, otras 15 horas de circo hasta Kochin, en Kerala, estado conocido por sus canales que conectan poblados en la selva, y sus curries de marisco. Os seguiré contando.
Bea Piñeiro