Mi primera experiencia en un banya: el baño tradicional ruso

Mi primera experiencia en un banya: el baño tradicional ruso
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La semana pasada tomé mi primer banya ruso. Dicen que no se puede regresar de Rusia sin haber probado, al menos una vez, sus famosos banya, pero a decir verdad no era algo que yo me muriese por hacer; de hecho, si al final caí fue porque me vi obligada por las circunstancias.

Había llegado a la isla de Olkhon el día anterior y me alojaba en una cabaña básica, sin ducha ni servicio. Mi intención era pasar al menos cuatro días en esta hermosa isla del lago Baikal, pero sabía que no podría estar tanto tiempo sin ducharme, sobre todo porque ese primer día había caído un aguacero importante y estaba cubierta de barro de los pies a la cabeza.

La solución la trajo la mujer que me alquilaba la cabaña: “Si quieres, puedes usar el banya de nuestros vecinos por cien rublos la hora”. Cien rublos son algo más de dos euros: un precio razonable teniendo en cuenta que era mi única posibilidad de mantener mi higiene personal, y ya de paso, probar el famoso banya del que tanto me habían hablado.

El banya se encontraba en una pequeña cabaña en el jardín de la casa contigua. Obviamente, hablo de un banya popular, de los que usan en los pueblos en su “día a día”, y no esos impresionantes banya de las ciudades con piscina de agua fría, tratamientos de belleza y masajes a la carta, donde los rusos acuden una vez a la semana a hacer vida social.

Aun así, cuando vi por primera vez el habitáculo no pude evitar sorprenderme. No esperaba que en una casita tan modesta tuviesen montada semejante salita dedicada exclusivamente a la higiene, el placer y el relax.

En un primer vistazo, la cabina del banya (parilka) recuerda bastante a la sauna finlandesa: un banquito de madera para sentarse, una estufa de piedras, y una bocanada de aire ardiendo que te azota en la cara nada más abrir la puerta. La diferencia fundamental es que el banya ruso no es seco, sino de vapor, lo que lo sitúa en un punto intermedio entre la sauna finlandesa y el baño turco.

Una vez dentro y desnudo, el procedimiento es sencillo: te sientas en el banco, aguantas lo que puedas, y cuando ya no resistes más te refrescas con agua helada de un cubo (este paso, en los baños públicos de mayor categoría se sustituiría por el chapuzón en la piscina, y en los pueblos en invierno ¡incluso por nieve!). Cuando sea necesario, se echa un poco de agua sobre la estufa para generar más vapor, y vuelta a empezar.

Hecho esto dos o tres veces (en tiempo unos tres cuartos de hora, si se ha hecho bien), llega el turno de la “paliza”. Y es que el elemento más característico de los banya rusos es un curioso “masaje” que uno mismo (si se ha optado por tomar el banya solo) o unos a otros (en el caso del banya público) debe darse con ramas que previamente se han mantenido en remojo para que estén algo más blandas. Aquí debo confesar que yo no aguanté más de dos minutos... no por doloroso, sino por ridícula que me sentía azotándome a mi misma con una rama. Cosas de la primera vez.

Por último, el momento más esperado por mi: la ducha. Ya he comentado que en la sala hay un cubo de agua helada para refrescarse entre sesión y sesión, y por supuesto, también lo hay de agua hirviendo, sobre la estufa. En una repisa, el banya pone a disposición del usuario unos barreños donde mezclar el agua de ambos cubos hasta conseguir la temperatura ideal para enjabonarse y lavarse el pelo, así como jabón, champú y todo lo necesario para salir no sólo relajado, sino también limpio.

En definitiva, que si en esta entrada comenzaba mostrando mi recelo hacia la idea de probar el banya ruso, no puedo menos que terminarla reconociendo que ha sido una de las experiencias más satisfactoras y auténticas que he vivido a mi paso por el país. Muy recomendable; tanto, ¡que repetí!

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