América en moto. Un planeta llamado Texas.

América en moto. Un planeta llamado Texas.
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Texas es Norteamérica comprimida en un solo Estado del tamaño de la península Ibérica. Mi primer contacto tejano al cruzar la frontera desde Arkansas fue la familia Williams. Tres generaciones cabalgando juntas. El abuelo, de 72 años, me invitó a dar una vuelta. La carretera atravesaba un bosque otoñal pleno de colores dorados. Había cadáveres en la cuneta, pero no eran perros ni gatos, sino ciervos y mapaches. 

 Nos separamos en Carthage, un pueblo diminuto y aburrido donde está prohibido vender alcohol. El día se levanta nublado, tristón. Continúo por la 79 en dirección suroeste. El bosque persiste, infinito. En Hearnes paro a comer en el Dexi Café una hamburguesa. La carne es sabrosa y real. Las vacas tejanas son del tamaño de caballos y se alimentan de pastos inmensos. Al salir, feliz y satisfecho, me equivoco de carretera. Al regresar a toda mecha, me para la State Patrol por ir a 67 millas por hora y no señalizar los cambios de carril.

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 Enseño los papeles provisionales de la moto y mis dos carnés de conducir, el español y el internacional. Auténtico chino mandarín para el fulano. No puedo pagar la multa en el momento. Me mandarán la receta a casa. Bueno, eso ya lo veremos, pienso mientras pongo pies en polvorosa. 



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Por fin encuentro la 79 sur. Muchas millas después, entro molido en Taylor, casi en el centro del estado. La hamburguesa es aún más grande y en la pantalla de plasma gigante del bar emiten la final de fútbol americano universitario. Un tipo con gorra de béisbol grita y aplaude cada jugada.

En dirección Austin hace frío y fuerte viento lateral. El centro de Texas es húmedo y verde. La floresta es mediterránea. Predominan los ocres y los tierras. Sin embargo, ya se respira el típico ambiente western. La 281 me lleva hasta Fredericksburg pasando por Johnson City, pueblos habitados por tipos con sombrero Stetson, botas camperas y pick-ups gigantescas. 



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El asfalto se vuelve estrecho y revirado mientras atraviesa unos montes bajos y redondeados. La vegetación se torna de un color morado, casi naranja. Me cruzo cada vez con más motoristas. Van sin casco. Aquí es legal. Los nombres de los pueblos son de herencia española. Antes de llegar a Medina encuentro un cartel: Highway adopted by Koyote Ranch. En USA es posible adoptar niños pobres, unidades militares o carreteras.

En el Koyote Ranch otro cartelón revela: Bikers wellcome. El Koyote es un verdadero oasis. Gasolinera, motel, cafetería, tienda, complicidad motera.

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Utopía aparece entre viejas sabinas. El pueblecito está detenido en el tiempo. Me meto en el único café. Llevo más de seis horas conduciendo y el sándwich me sabe a gloria. Quiero llegar a Uvalde antes de que anochezca. La carretera es otra vez recta y el desierto empieza a asomar las orejas. El Oeste ya está aquí, el de verdad, el salvaje oeste de los espaldas mojadas, los Rangers y las serpientes de cascabel. 


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Hoy es uno de esos días que justifican los viajes. En dirección al Big Bend, el paisaje es totalmente desértico y las nubes se deshacen en filamentos de espuma. Del Río, ciudad fronteriza y adormilada, aparece una hora después. Me recibe un cartel con un nombre familiar: Oviedo. Me parece casi una broma la referencia asturiana en pleno desierto.
La carretera 90 west se vuelve amarilla y polvorienta.

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Hay controles de la Border Patrol. Conviene llevar el pasaporte a mano. Camiones y pick ups son toda mi compañía. Cruzo el legendario Pecos. El río ha hendido una impresionante garganta en la piedra. Es la auténtica frontera del Oeste. Poco más allá, una indicación: Langrty, donde vivió Roy Bean, el juez de la horca. En la gasolinera no tienen combustible. La siguiente está en Sanderson, a 60 millas. El ordenador marca 70 de autonomía. Decido intentarlo bajando las cuestas en punto muerto. El viaje se torna infinito. Si la tecnología se equivoca, tendré los coyotes y las estrellas como únicos compañeros.

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Al aproximarme a Sanderson, el paisaje se encrespa en colinas y cañones. Llego al pueblo con el depósito seco. En el motel Sunset Siesta veo una KTM. Toco el claxon y sale el dueño de una de las habitaciones. Se llama Troy, es un chaval de Minesota que ha venido para hacer sendas off road. Decido quedarme a dormir. Compramos cerveza y cena mexicana. Nos la tomamos sentados bajo el firmamento. Se agradece la compañía después de tanto tiempo en completa soledad.

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Por la mañana, recojo mis bártulos y nos despedimos. Estoy de buen humor. Tras cincuenta millas a través de un paraje lunar giro en dirección sur para meterme en el Big Bend, donde el Río Grande gira 90 grados. Las estribaciones de las Montañas Rocosas se ven al fondo. El horizonte ofrece un aspecto azulado e irreal entre la neblina. 

Los senderos de tierra se pierden en la árida lejanía. Después de dos horas hipnóticas, salgo por la 118 norte.

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En Studi Butte hay gasolinera y tienda de víveres. Me detengo a comer algo y un tipo me propone seguirle hasta Ghost Town para tomar unas cervezas. El forastero en moto es siempre bien recibido. Todos saben que no pretende otra cosa que la pura aventura. Ara Gureghiam es francés de origen armenio. Ha vivido 40 años en Norteamérica trabajando como chef. En verano viaja recorriendo el Norte y en invierno se refugia en Texas. Un simpático pit bull le acompaña en un sidecar ruso que ha adaptado a su BMW. Una pista polvorienta lleva hasta una caravana y un contenedor con placas solares. Eso y el desierto son todas sus posesiones.

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Dormiré en el rancho Cowhead por 30 dólares. Una cama, un retrete portátil y una ducha común es todo lo que ofrece y es todo lo que necesito. En tan sencillo campamento me siento feliz bajo un cielo con unas estrellas enormes que amenazan con caérseme encima. El amanecer será todavía mejor. Voy a dar una vuelta por el Río Grande. Es un sublime escenario de curvas, secarrales, montañas y cañones. En Lajitas, el río fronterizo corre paralelo a la carretera.

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Cuando sucede el ocaso, las rocas se tornan del color del fuego y el cielo se tiñe de violentos rosas y naranjas. 

Camino de Pecos el paisaje se amansa en una llanura interminable. La carretera se estira, el tráfico aumenta y ya sólo se trata de hacer milla tras milla para salir de este extraño, único y maravilloso planeta llamado Texas. Mi próximo destino, Arizona y el Gran Cañón.


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Fotografías:Miquel Silvestre Más en Diario del Viajero:Parque Nacional Joshua Tree

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