A primera vista, este paisaje parece sacado de una civilización antigua: muros verticales que se elevan como templos olvidados, caminos que serpentean entre la roca dorada y una luz mediterránea que transforma cada ángulo en una escultura. Evoca la grandeza de Creta, la calma de un santuario heleno o la inmensidad de un anfiteatro natural.
Sin embargo, este escenario hipnótico no está en Grecia ni en ninguna isla del Egeo: se llama Lithica y está en España, escondido en el corazón de Menorca. Una joya desconocida para muchos que demuestra que la belleza más profunda no siempre se encuentra en la naturaleza virgen, sino en los lugares donde el hombre y la tierra aprendieron a convivir.
Lo mejor de este lugar es que su belleza no es fruto del azar. Las formas geométricas de la piedra, que contrastan con el verde que crece entre los muros, son el resultado de las manos que un día trabajaron aquí y de otras que, años después, regresaron para devolverle la vida. Una visita que cautiva incluso a quienes están acostumbrados a destinos llenos de monumentos históricos, porque aquí la historia se percibe de una manera distinta: a través de la textura de la piedra, la luz y el silencio.
Líthica: el laberinto de piedra donde la naturaleza y el arte se dan la mano
Lo que hoy es un espacio de contemplación y arte fue durante siglos una cantera viva. Aquí se extraía marés, la piedra arenisca que dio forma a los edificios más emblemáticos de la isla: iglesias, casas solariegas y murallas que aún conservan su color dorado. Desde la Edad Media hasta finales del siglo XX, los canteros moldearon el paisaje con paciencia y precisión, dejando tras de sí un laberinto monumental. Cuando la actividad cesó en los años ochenta, el silencio se apoderó del lugar. La cantera, abandonada, empezó a transformarse sola: la naturaleza, siempre sabia, trepó por sus muros, cubrió las aristas con plantas autóctonas y convirtió las heridas de la piedra en jardines verticales.
Ese equilibrio entre abandono y redescubrimiento atrajo, en los años noventa, a un grupo de artistas y arquitectos liderados por la escultora menorquina Laetitia Sauleau. Su visión fue clara: rescatar el espacio sin borrarle sus cicatrices. Así nació Líthica, Pedreres de s’Hostal, un proyecto cultural y ecológico que ha logrado devolver la vida a la cantera sin romper su esencia. A través de un trabajo de restauración minucioso, se crearon laberintos vegetales, jardines botánicos y recorridos escultóricos que dialogan con la piedra original. Lo que antes fue un lugar de extracción se ha convertido en un espacio de creación y reflexión.
Hoy, caminar por Líthica es una experiencia sensorial. La luz del atardecer tiñe los muros de tonos dorados y rojizos, las sombras se deslizan por los pasillos y el eco de los pasos resuena como una melodía antigua. En verano, las canteras se transforman en un escenario natural para conciertos y representaciones teatrales, donde la acústica de la piedra amplifica cada nota. En primavera, los jardines se llenan de aromas mediterráneos y el laberinto vegetal invita a perderse sin prisa. Cada rincón parece contar una historia: la del esfuerzo humano, la del paso del tiempo y la de una tierra que ha sabido reinventarse sin olvidar su pasado.
Más allá de su belleza visual, Líthica es también un ejemplo de sostenibilidad y preservación del patrimonio. La fundación que lo gestiona apuesta por la educación ambiental, la recuperación de especies autóctonas y la investigación sobre el marés, ese material tan humilde como noble que define la arquitectura menorquina. Gracias a su labor, este enclave se ha convertido en un modelo de cómo la sensibilidad artística puede reconciliar al hombre con su entorno.
Imagen | Lithica
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