Cataluña es tierra de contrastes y está llena de pequeños tesoros costeros. A lo largo de la Costa Brava, aparecen pueblos que parecen detenidos en el tiempo: barcas varadas en la arena, casas encaladas, tiendas de artesanía (de la de verdad), y aromas de mar que se entremezclan con el de los pinos. Uno de esos lugares, menos bullicioso ahora que el verano empieza a aflojar, es el destino perfecto para quienes buscan calma sin renunciar a la belleza del Mediterráneo.
Hablamos de Calella de Palafrugell, un pueblo marinero que, a pesar del turismo, sigue conservando su esencia. Pasear por sus calles empedradas, con buganvillas trepando por las fachadas blancas y ventanas de colores abiertos al mar, es sumergirse en un ambiente que te conquista al punto de querer quedarte allí para siempre.
Aquí todo invita a bajar el ritmo y dejarse llevar y por supuesto, sus preciosas y pequeñas calas son perfectas para combinar un relajante baño con un aperitivo en cualquiera de los pequeños bares que se encuentran en primera línea.
Calella de Palafrugell y el encanto de la Costa Brava en su máxima expresión

Su historia se respira en cada rincón, especialmente en el Port Bo, declarado Bien de Interés Cultural. Sus inconfundibles Voltes, una sucesión de arcos que miran al mar, son uno de los escenarios más emblemáticos del pueblo. Durante años sirvieron de refugio a pescadores y comerciantes y hoy es el telón de fondo perfecto para los paseos vespertinos o para la célebre Cantada de Habaneras, que cada verano llena la bahía de música marinera.
La iglesia de Sant Pere, con su característico reloj, es otro punto de referencia en el casco antiguo. Desde allí, basta con caminar unos minutos hasta la playa del Canadell, donde los tradicionales guardabotes, unos pequeños refugios excavados en la roca para proteger embarcaciones, que aún recuerdan el vínculo indisoluble entre Calella y el mar, aunque actualmente se han reconvertido en tabernas y restaurantes. Son rincones sencillos, pero cargados de historia, que transmiten la esencia de lo que fue la vida marinera de este pueblo.
Dando un paseo podemos llegar a otro rincón imprescindible: el castillo y los jardines de Cap Roig. Construidos por un coronel ruso y su esposa aristócrata a principios del siglo XX, este lugar se ha convertido en un espacio único donde la naturaleza y la historia se funden. Los jardines, abiertos al mar y salpicados de especies botánicas de todo el mundo, son un auténtico espectáculo para los sentidos, especialmente al atardecer. Además, cada verano se convierten en escenario del Festival de Cap Roig, uno de los eventos musicales más prestigiosos del Mediterráneo, que atrae a artistas de renombre internacional.

Otra de las visitas imprescindibles es el mirador de Manel Juanola i Reixach. Desde allí, el mar se abre inmenso, moteado de barcas blancas, en un homenaje al creador de las famosas pastillas Juanola, cuya familia está ligada a este rincón de la Costa Brava. Una curiosidad entrañable que suma encanto a la experiencia y hace que el lugar se sienta aún más cercano.
En Calella no hace falta complicarse: basta con bañarse en calas escondidas como El Golfet o Port Pelegrí, saborear un suquet de peix o una garoinada en una terraza con vistas al mar, o simplemente caminar sin rumbo por su entramado de calles y dejar que cada esquina sorprenda. Aquí, incluso el acto de sentarse a ver cómo se pone el sol se convierte en un recuerdo imborrable.
Imágenes | Turisme Palafrugell
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