Una de las mejores cosas que podemos hacer cuando viajamos, es huir de las guías tradicionales e invertir ese tiempo en hablar con la gente que vive en los destinos que visitamos. Una corta pero entretenida conversación puede desvelarte joyas y dejarte los mejores recuerdos, como me sucedió en mi último viaje a Cantabria.
"Casi escondida entre las rocas, encontrarás una pequeña joya que te devolverá en el tiempo", me dijo una persona en Santillana del Mar y tenía toda la razón. Este enclave, más propio de una leyenda celta que de un mapa turístico, es un secreto bien guardado entre los habitantes locales y aquellos que buscan en Cantabria la paz que no se encuentra en las tantas playas masificadas que tenemos en España.
Se trata de la Ermita de Santa Justa, una construcción del siglo XVI que desafía la lógica con su localización: incrustada literalmente en la pared del acantilado, con su fachada mirando al mar y su trasera fundiéndose con la propia roca. Un paisaje que tienes recorrer varias veces con la vista porque es tan espectacular y sobrecogedor, que cuesta creer que exista.
Ermita de Santa Justa: una joya que atestigua la devoción de un pueblo

El entorno es de una belleza impresionante. En verano, cuando el resto del país lucha contra temperaturas sofocantes, aquí generalmente el aire es fresco y huele a salitre. La ermita se encuentra en el municipio de Ubiarco, a unos 5 kilómetros del centro de Santillana del Mar, y se puede llegar fácilmente en coche, siguiendo una ruta costera que regala vistas panorámicas de acantilados y prados infinitos.
Su historia es tan austera como conmovedora. Se construyó en honor a las mártires Justa y Rufina, dos jóvenes devotas cristianas que fueron perseguidas y martirizadas por su fe y cuyas reliquias llegaron desde Sevilla hasta este rincón del Cantábrico. Su función era doble: servir como lugar de culto y como refugio para los pescadores. Aún hoy, en su interior sencillo y sin ornamentos, se percibe ese espíritu marinero y devoto, aunque solo se puede contemplar cada 19 de julio, cuando los vecinos celebran una emotiva romería en su honor. Una fiesta que mezcla religiosidad, música y comida tradicional, con el rumor del mar como banda sonora.
Uno de los momentos más especiales para visitar este lugar es al atardecer, cuando el sol comienza a descender y tiñe de oro los acantilados, la escena adquiere un tono irreal. El cielo se funde con el mar en una paleta de naranjas y violetas, y la ermita, bañada por la luz rasante, parece flotar entre las sombras y la espuma. Es el instante perfecto para sentarse en silencio, dejar que el viento despeje los pensamientos y sentirse parte de algo más antiguo y profundo.
Entre las curiosidades que rodean a este enclave destaca la presencia, en la parte superior de la ermita, de las ruinas de la Torre de San Telmo, una antigua torre vigía que servía para controlar la llegada de embarcaciones por la costa. Resulta igualmente llamativo que, pese a la constante erosión del mar, la ermita haya resistido estoicamente durante siglos, como si las rocas mismas la protegieran.
Fotos | Cantabria Infinita
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