Los moken: los niños mutantes que son capaces de ver bajo el mar sin usar gafas de buceo

Los moken: los niños mutantes que son capaces de ver bajo el mar sin usar gafas de buceo
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El mundo está lleno de gente muy diferente a nosotros. Gente tan diferente que, desde nuestro punto de vista, parecen mutantes. De hecho, hubo un caso en que un principio se creyó que realmente fue así: que habíamos topado con una comunidad de personas que tenían una visión propia de un personaje de X-Men.

Los moken son un pueblo nómada que abandonó hace siglos la tierra firma por el mar de Andamán, es un sector del océano Índico situado al sureste del golfo de Bengala, al sur de Birmania, oeste de Tailandia y este de las Islas Andamán, de las que recibe su nombre. Los moken tailandeses se han asentado permanentemente en aldeas situadas en dos islas: Phuket y Phi Phi (donde se rodó la película La playa). Los moken son delgados y de pelo oscuro, y casi toda su vida transcurre a bordo de barcas de madera. Incluso traen a sus hijos en dichas barcas. Lo más parecido a lo que sucedía en la película Waterworld.

Los moken se alimentan de peces, y los niños aprenden a nadar antes que a caminar. De hecho, su gran conocimiento del agua hizo que el pueblo moken tuviera una baja mortalidad durante el tsunami del sureste asiático de 2004, de nuevo en boca de muchos a raíz del estreno cinematográfico de Lo imposible. Por ejemplo, en la isla Surin del Sur, de los 200 habitantes sólo murió un anciano minusválido.

Y por alguna razón que hasta hace poco no se ha dilucidado, estos niños también son capaces de ver con mucha claridad bajo el mar, como si llevaran gafas de buceo incorporadas. Como niños-pez.

La primera persona que investigó a fundo esta insólita propiedad fue la bióloga Anna Gislén, que intrigada por los moken, decidió volar desde Copenhague hasta la isla tailandesa de Phuket. Desde allí, tomó un autobús y un barco, con el que cruzó las aguas celestes del mar de Andamán. En unas horas llegó a las islas Koh-Surin, un archipiélago paradisíaco donde se encontró con las primeras familias moken de vida seminómada: cuando estaban en el mar, los moken habitaban cabañas de bambú, construidas sobre pilotes en la playa.

Tras varios experimentos, Gislén descubrió que, en efecto, los moken percibían la realidad bajo el mar con mayor definición que ella, tal y como explica Jörg Blech en su libro El destino no está escrito en los genes:

Con el objetivo de realizar un análisis comparativo, Anna Gislén reunió a veintiocho niñas y niños europeos que se encontraban de vacaciones en ésta y en otras islas vecinas. A pesar del entusiasmo que mostraban ante el experimento y de su empeño, los niños turistas eran incapaces de ver con claridad bajo el agua. La visión de los jóvenes nómadas era más del doble de aguda, y les permitía reconocer líneas en torno a los 1,5 mm.

La razón de esta agudeza visual desafiaba las leyes de la anatomía: según se comprobó con una cámara de fotos subactuática, las pupilas de los niños europeos se dilataban bajo el agua hasta alcanzar los 2,5 mm de diámetro. Pero las pupilas de los niños moken se contraían cuando se sumergían, reduciendo su diámetro hasta sólo 1,96 mm. Como si las pupilas de los moken fueran cámaras de fotos en las que se puede reducir la apertura, aumentando la resolución y la profundidad de campo.

La primera hipótesis que presentó la investigadora sueca frente a esta diferencia biológica entre los moken y los europeos tuvo que ver con los genes y la selección natural: si durante tantas generaciones, los moken habían vivido en un medio acuático, quizá la selección natural había favorecido esa particular característica de ver mejor bajo el agua.

Pero Gislén no se quedó contenta con su propia hipótesis e hizo un experimento posterior: en su ciudad sueca de Lund, seleccionó a cuatro niñas suecas en una piscina y las sometió a un entrenamiento de varios meses en el agua. Cuando Gislén midió la contracción de sus pupilas al sumergirse bajo el agua, descubrió que se contrajeron tanto como la de los moken. Las niñas suecas veían un poco menos borroso bajo el agua sencillamente porque habían practicado mucho ese ejercicio. Había modificado su percepción óptica, desarrollando una especie de sentido adicional. Los genes, pues, nada tenían que ver con esa propiedad.

Los moken no eran mutantes ni X-men, sino niños que se habían criado en un contexto radicalmente distinto al nuestro.

Esta anécdota nos debería ilustrar acerca de la importancia de viajar lejos, de viajar cambiando completamente nuestros marcos culturales y sociales. Porque, si bien es cierto que todos estamos dotados de un código genético bastante similar, el entorno donde nos criamos también influye decisivamente en nuestra forma de pensar, de actuar e incluso en nuestra anatomía. Como esos niños que en la remota Tailandia eran capaces de ver mejor que nosotros bajo el mar. Como X-Men culturales.

Sólo por eso vale la pena tener en cuenta tu Coeficiente Evolutivo o plantearse ingresar en el club donde no puedes afiliarte si no has visitado, como mínimo, 100 países.

Fotos | Ronnakorn Potisuwan
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